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miércoles, 18 de junio de 2014

           La cultura de los baños públicos es centenaria y se ha desarrollado de manera muy distinta en cada país y cultura. Así se pueden señalar los baños japoneses, los de agua sulfurosa de Georgia, los baños árabes y por supuesto los hammam de Turquía.

En un viaje a Turquía es imprescindible visitar uno, seguramente lo mejor es dejarlo para el último día cuando después de caminatas y paseos turísticos el cuerpo necesita un buen descanso. Pero, ¿qué debemos esperar de un hammam? ¿Cuál es el ritual y el orden a seguir? ¿Dónde ir? ¿Hasta qué punto es una verdadera manifestación cultural o un mero reclamo turístico y artificial?

En Turquía ya existían termas romanas como en todos los rincones del Imperio Romano mucho antes de que llegaran los otomanos. El acceso a agua caliente no era una realidad común en las viviendas ni siquiera de los más ricos. Es así como acudir a un lugar donde el agua templada y caliente corre en abundancia se convirtió en un reclamo entre aquéllos que buscaban mantener su higiene, conseguir algo de relajación y por supuesto, disfrutar de un escenario alternativo para desarrollar su vida social.

Los otomanos también amaban esta cultura y la adaptaron a sus propias peculiaridades y estilos arquitectónicos. Llega así a Anatolia el baño turco, el hammam, que hoy sigue vivo en Turquía.



¿Cómo es un Hammam?

La disposición arquitectónica de un baño turco suele seguir siempre un mismo esquema: desde el exterior se trata de un edificio sin más peculiaridades que sus tejados abovedados. Al acceder a su interior, nos encontramos con una gran recepción con asientos, puede que también con una pequeña cafetería, una fuente interior y la caja para efectuar el pago. Los vestuarios pueden estar en esa misma planta o por el contrario en pisos superiores haciendo de ese vestíbulo un amplio patio interior. Cada usuario recibe una llave. En su cámara personal encontrar una cama, toallas, una mesita de noche y chanclas. Lo normal es que después de un buen baño, el cliente se relaje mientras se seca o incluso se eche una breve siesta en esos habitáculos o en el espacio abierto de la recepción.


 En el interior del hammam propiamente dicho, se dispone generalmente una sala amplia y central. En el medio se halla una gran piedra de mármol caliente. Una lámpara de araña que cuelga del techo situada justamente en el centro ilumina el lugar. A los lados hay espacios con lavabos y grifería de agua caliente y fría. Por las esquinas de la sala central se puede llegar a otros espacios preparados para recibir un masaje, disfrutar de más privacidad, acoger una sauna o incluso una piscina.


Esta estructura se repite de manera casi idéntica en la zona para mujeres y la de varones. No es en absoluto normal encontrarnos con baños mixtos y cuando lo son es casi seguro que se trata de un establecimiento orientado únicamente al turismo.

¿Qué hacer en un Hammam?

En un hammam se puede disfrutar del tiempo que se desee, pero generalmente es suficiente con pasar entre una y dos horas. Los objetivos han pasado de ser la higiene personal (ya garantizada con el acceso a agua corriente en las casa particulares) a el relax y quizás hacer vida social. En el caso del visitante, disfrutar de una interesante experiencia cultural.


Recuerdo que charlando con un usuario en un Hammam de Trebisonda (Trabzon) me decía que solía ir hasta varias veces en semana durante el invierno (cuando no gozaba de agua demasiado caliente en casa) o mensualmente en verano.

Los precios dependerán de muchísimos factores:

Calidad e instalaciones
Localización: Estambul, Capadocia o en la provincia.
Servicios que se deseen.
Como de turístico sea.

Así, la diferencia entre visitar un hammam en el centro de Estambul para disfrutar de un baño, exfoliación y masaje puede llegar a costar 50 euros o más mientras que el mismo servició en un histórico hammam de la ciudad de Mardin puede que no pase de 10 euros.

Los servicios comunes y básicos son el alquiler del vestuario, toallas, chanclas, acceso al baño, exfoliación y masaje.

El orden del ritual:

El bañista pagará a la entrada el servicio que desee. Le darán una llave con pulsera que podrá amarrar a la muñeca y una pastilla de jabón. Pasará al vestuario, se cambiará y se anudará a la cintura una especie de pareo de tela fina que llevará puesto en todo momento. Esta toalla se llama peştamal (pronunciado “peshtamal”). Se pondrá las chanclas (cuya calidad dependerá del local elegido) y estará listo para iniciar su baño.

Si el hammam cuenta con sauna, ésta debería ser la primera parada. Si no, al entrar se pasará a alguno de los extremos de la sala central para enjuagarse con agua caliente, fría o templada usando un cacito de metal generalmente labrado siguiendo la estética otomana. Acto seguido se tumbará boca arriba en la piedra caliente del centro y se relajará hasta que llegue su turno para el masaje. El ambiente es propicio para alcanzar la máxima tranquilidad: un silencio tan sólo quebrado por el sonido del agua, las gotas al caer o las esporádicas conversaciones en turco de otros clientes.


Cuando toque nuestro turco, uno de los masajistas se acercará a nosotros y nos pedirá que le sigamos. Nos llevará a algunos de los lados de la sala para sentarnos junto al lavabo. Allí nos arrojará agua y con una áspera manopla nos dará un masaje exfoliante.

A continuación nos dará el baño propiamente dicho sobre la piedra caliente valiéndose de los cacitos de metal y una gran bolsa de tela llena de espuma. Con un soplido hinchan dicha bolsa para luego explotarla sobre la espalda y proceder al masaje. En ocasiones se puede pasar de fuertes, pero suelen ser buenos profesionales. Esta sesión acabará por enjabonarnos el pelo y aclarándonos con agua templada.  



A partir de ahí el bañista es libre para quedarse descansando dentro, volver a enjuagarse o salir y relajarse en el vestuario. Otra opción es contratar un servicio extra: masaje con aceite, aunque éste no siempre se ofrece en todos los baños turcos. Otros en cambio ofrecen además una piscina interior que le da el toque final a la experiencia.


A la salida, un trabajador del establecimiento nos envolverá en toallas con el nudo típico que curiosamente se repite en casi todo hammam y nos indicará el camino hacia el vestuario o a la zona abierta de descanso. Esa zona, que puede coincidir con la recepción en el patio interior antes descrito dispone de zonas acolchadas y cojines donde el bañista se puede secar y relajarse mientras bebe un té o un zumo de naranja y granada.

El Hammam, ¿algo realmente turco o puramente turístico?

El viajero que llega a Turquía suele visitar únicamente la capital, Estambul, y la espléndida Capadocia. No obstante, Turquía ofrece muchísimo más. Estas dos zonas del país se han lanzado al turismo, y el extranjero ha ocupado espacios que antes quedaban reservados para los verdaderos oriundos del lugar. El agua corriente y caliente en las casas, la vida ajetreada, la invasión de los turistas y la consecuente elevación de los precios ha hecho que el hammam en Estambul se convierta en una atracción para el viajero casi nunca frecuentado por locales. No obstante, es cierto también que allí podemos encontrar los baños más bonitos del país, eso sí, pagando el triple.

Mi sorpresa vino cuando empecé a adentrarme al interior del país y ver que el hammam era un ritual casi semanal de los locales. Allí no se habla en inglés, no muchos turistas los visitan, los precios son realmente asequibles y la atmósfera sigue manteniendo la sensación de que lo que allí ocurre no es una escenografía propia de un parque de atracciones de turistas sino que es la continuación de una cultura centenaria de la que los turcos son aún parte.


Mi recomendación es ir y disfrutar de un baño turco, si puede ser, fuera de la capital.


¡Qué disfrutéis de vuestro baño!


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La llamada Revolución Turca





jueves, 13 de febrero de 2014

         Poco se habla de esta antigua república soviética en el Cáucaso, pero en realidad se trata de un precioso y apasionante país que vale muchísimo la pena visitar. En la entrada de hoy, le echamos un vistazo a su capital, Tiflis, o como los locales la llaman: Tbilisi.



1 – Historia

La primera razón para visitar Georgia es su historia. Muchos opinan que fue en esta tierra donde el hombre remató su propia evolución. Numerosos historiadores adjudican a los georgianos de la antigüedad el privilegio de ser uno de los grandes motores culturales de la antigüedad extendiéndose por el Caucaso, la Anatolia, descendiendo por Mesopotamia y hasta el Egipto septentrional. Otros establecen vínculos entre los georgianos y los primeros habitantes de la Península Ibérica, sobre todo, la zona de Euskadi. No en vano el antiguo reino de Georgia era en su origen conocido como Iberia. Hay quienes ven este nombre, no una simple coincidencia, sino una reminiscencia de aquella antigua conexión. Otra prueba de esa ancestral conexión es asombroso parecido entre algunas palabras georgianas y vascas.

Al final, como sucedió con muchas otras naciones, su influencia y tamaño fueron menguando, dividiéndose en pequeños reinos que podemos agrupar en Georgia Occidental y Oriental, en continua disputa entre persas y otomanos hasta que el Imperio Ruso y más tarde la URSS la hizo suya desde 1800 hasta 1991.




Mientras muchos piensan que el nombre de Georgia viene de “San Jorge”, lo cierto es que tiene origen griego y significa “lugar de la agricultura”. Y es que se cree que fue en el Cáucaso donde el ser humano desarrolló y perfeccionó sus aptitudes agrícolas… Esto nos lleva a la segunda razón…



2 - El Vino:

Georgia es reconocida como la cuna del vino. Una tradición milenaria en su contexto agricultor, desarrollando y perfeccionando las técnicas de cultivo. El vino es una parte integrante de la cultura georgiana que poco a poco fue conquistando las mesas de los griegos y romanos hasta llegar a nuestros días.



3- Paisajes:

Tiflis es una ciudad de más de un millón de habitantes que regala un paisaje donde la montaña, el río y la zona urbana se funden. El cauce del Kurá divide a la capital en dos márgenes, izquierdo y derecho, éste último acogiendo el centro de la ciudad y su casco antiguo.


Flanqueada por montañas y colinas, un funicular y un telecabina permiten llegar a la cima y disfrutar de las magníficas vistas. De un lado, el viejo monasterio ortodoxo. Más arriba, en la cima, restaurantes y un privilegiado mirador. El telecabina nos transporta hasta el castillo que corona el monte y hasta aquella gran escultura, alegoría de la ciudad, que representa a una mujer que ofrece vino al visitante amistoso con una mano y muestra su espada con la otra para el invasor.

Vieja imagen de la ciudad en la que se puede apreciar el funicular, el monasterio y el mirador en la cima de la colina

4 – Arquitectura:

En Tiflis podemos toparnos con la arquitectura civil, la religiosa con solera además de la más vanguardista.

Desde que San Nino de Capadocia (actual Turquía) convirtiera al cristianismo en el 330 a Mirian, rey persa que gobernaba sobre Georgia, este país ha sido un fortísimo defensor del cristianismo ortodoxo. En la antigua catedral se puede ver la cruz original de San Nino y fuera de la ciudad antigua se puede visitar la segunda catedral ortodoxa más grande del mundo.



La noche da un protagonismo especial al castillo que domina la montaña.



La vanguardia llegó a Tiflis en forma de puente y sala de conciertos:




5 – Museos

Tiflis está bien nutrida de museos que custodian los tesoros, la historia y el arte pictórico de la nación:

Museo Nacional: una guía de excepción, la Sra. Lamara que habla perfectamente inglés y francés compartirá su extensísimo conocimiento sobre la historia de su patria a través de elementos de 10 mil años de antigüedad (una piedra tallada), pasando por la edad de bronce hasta llegar al exquisito y refinado tratamiento del oro, joyas y tesoros de la cultura georgiana.



El animal nacional de Georgia es el ciervo que ya en la antigüedad gozaba de un halo de divinidad

Museo de Bellas Artes: custodia los grandes tesoros de Georgia. Con piezas de épocas posteriores a las que encontraremos en el Museo Nacional, estas obras del arte sacro ortodoxo demuestran el poderío artístico de esta pequeña nación.



Museo de Arte: En el campo pictórico, Georgia roza el cénit del posimpresionismo de la mano de 3 grandes artistas del siglo XIX y principios del XX:

Firosmani:



Gudiashvili:



Gabashvili:




6 – Comida

La gastronomía Georgiana es excelente, deliciosa. Los vinos antes mencionados acompañan a platos típicos como:

khinkali



khachapuri



acharuli



7 – Baños de agua sulfurosa:

La última noche en Tiflis exige descanso y relajación en sus baños de aguas sulfurosas. No en vano, el rey que fundó la villa, Vakhtang I Gorgasali, lo hizo tras ver cómo su halcón de caza caía directo sobre ciénagas de aguas sulfurosas y calientes. Es por esto que Tbilisi significa originalmente, “aguas calientes”.

Siempre se escucha citar los baños turcos, los árabes y las saunas finlandesas… no obstante, también existe un lugar adicional a estos refugios de relajación: los baños de aguas sulfurosas georgianos.


Existen varios baños tradicionales y muchos se disputan haber acogido en sus visitas a la región al célebre poeta ruso, Alexander Pushkin. Si bien algunos ofrecen extraordinarias fachadas como la de la foto, podemos recomendar los Royal Baths. Aquí se alquilan salas de baño privadas por 40 laris más masaje y enjabonado por 20 laris más por persona. Un vestuario y finalmente una sala con una pequeña piscina, o gran bañera, según se vea. El agua sulfurosa está caliente y resulta sorprendentemente relajante. A la media hora el masajista exfoliará la piel del usuario, lo enjabonará y dará un masaje. Tras una ducha se puede uno volver a sumergir en las aguas sulfurosas. Una experiencia imprescindible.



8- Cultura:

Una de las experiencias más apasionantes de un viaje a Georgia es el choque cultural, o mejor dicho, el descubrimiento de su extensísima idiosincrasia.

Cabe destacar su idioma que no pertenece a ninguna otra familia lingüística, ni a la indoeuropea, ni a las del Altái.

Además cuentan con un alfabeto propio sólo utilizado en georgiano.



Si bien es un país de escasas dimensiones cada región ha desarrollado su propia vestimenta tradicional. Este es un ejemplo del sombrero típico georgiano.



Finalmente cabría mencionar sus llamativas danzas folclóricas:



9- Alrededores:

Tiflis es el más cómodo punto de acceso al país. Desde allí se pueden explorar ciudades costeras como Batumi, los espectaculares pico y valles del Cáucaso o pequeñas aldeas cerca de la capital como Gori, pueblo natal de Stalin… que sí, era georgiano.



Es también el puerto de entrada más recomendable para iniciar un viaje por todo el Cáucaso: Armenia y Azerbaiyán.

10- Es baratísimo

La divisa nacional, el Lari Georgiano, está a 2,34 en relación al euro. Trasladarse por la ciudad de Tiflis, comer y visitar los museos resulta increíblemente económico.



Un trayecto en taxi por el centro no debería superar los 5 Lari.
Entrada en los museos: 6 Lari.
Comer en un restaurante tradicional: 10 Lari.

Volar allí también puede ser muy barato desde Estambul, por ejemplo. Allí opera la aerolínea Pegasus que por entre 70 a 90 euros nos llevará al corazón del Cáucaso.

Los ciudadanos de países miembros de la Unión Europea no precisan visado.

¡Así que no lo dudéis y preparad vuestro viaje a Georgia!


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Escapada a Pangani, el Paraíso en Tanzania




sábado, 16 de noviembre de 2013

           Suele decirse que hay dos tipos de personas: los de playa y los de montaña. Si hay que elegir una, yo me quedo con el mar y si toca que ser aún más concreto, con las costas tanzanas. Durante mi estancia en Arusha, al norte de Tanzania, hice una excursión a Pangani con 4 amigos: una estadounidense, un indonesio, una singapurense y un chino. Teníamos preparado un safari. Por fin visitaríamos el Serengueti y el Ngoro-Ngoro; pero el viaje se truncó. Habíamos regateado tanto que al organizador ya no le salían las cuentas y la noche anterior nos dejó colgados. Nos despertamos sin saber qué hacer, cómo aprovechar el puente que nos eximía de trabajar en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda. Le dimos varias vueltas hasta que en el monitor de nuestro ordenador seleccionamos el mapa del país… Había una ciudad en la costa; su nombre, Pangani. No lo sabía en aquel momento, pero aquel pueblo acogía uno de los escenarios más bonitos que jamás he visto y al que deseo volver pronto.


Improvisamos una mochila: fuera el camping de safari y dentro la toalla y el bañador. Llamamos a un taxi y nos plantamos en la estación de autobuses. Como en todos los intercambiadores de África, el caos es protagonista. Eran las 11 de la mañana. El autobús estaba a punto de salir. No sabíamos cuánto duraría el trayecto ni cuanto costaba el billete. Nos metimos en el autocar en dirección a Tanga desde donde continuaríamos en taxi hasta Pangani. Pagamos lo que nos pidieron y empezamos un viaje de algo más de 6 horas… El paisaje que se contemplaba desde la ventana no dejaba dormir a nadie: estepas y explanadas, más tarde desierto para después empezar a brotar la vegetación las palmeras y finalmente el olor del Océano Índico.





Al llegar a Tanga cogimos uno de los numerosos taxis que allí esperaban a los recién llegados visitantes. Regateamos como de costumbre e iniciamos el último tramo de nuestro viaje: hacia Pangani, al hotel PEPONI. Ya había caído la noche y por esa precaria carretera caminaban y montaban en bici los locales… en la completa oscuridad. Al pasar el coche por su lado, nuestros faroles daban un respiro a aquellos ciclistas; no obstante, al alejarse nuevamente volvían a quedar envueltos en la sombra.

Habíamos llegado. Un restaurante, un grupo de amigos franceses de avanzada edad y nosotros. Estaba regentado por un tanzano inglés (hijo de antiguos colonos) y su hija. El señor nos dio la bienvenida, nos ofreció algo de cenar y nos indicó, para nuestro agrado, que el mar estaba justo ahí.

Tres de mis amigos tomaron una habitación. Otro y yo preferimos la opción más económica e instalar nuestra tienda de campaña en la zona que el complejo habilitaba para ello, al lado de la playa, con cubierta y tomas de electricidad en varios postes por allá repartidos. Tras cenar, cogimos la toallas, un candil, una botella de ginebra y nos sentamos en aquella oscura playa. No fue hasta el amanecer que nos percatamos de la belleza de aquel océano.



Nos despertamos temprano. Queríamos ver salir el Sol. Poco a poco el negro del noche se iba transformando en un místico celeste. En la costa continental tanzana la marea se retira cientos y cientos de metros de la orilla dejando una infinita lámina de agua casi encharcada que no cubre por encima de los tobillos. A lo lejos se divisaban pequeñas barcas pesqueras. Me eché a caminar hasta ellos sin que el agua me cubriera. Al alcanzar al pescador que achicaba agua de la embarcación con un bidón por la mitad cortado, decidí estrenar mi recién aprendido y aún muy pobre suajili: “ninapanda” “¿Subo?”. Aquel señor sonrió y me invitó a su barco. Comencé a ayudarle a achicar agua y después de un tiempo le dejé continuar con su trabajo.







Desayunamos y nos preparamos para nuestra excursión. Un barquito velero nos llevaría a hacer snorkeling para terminar visitando una isla, “Sand Island”, donde almorzaríamos… Todo aquello por 12 dólares. Nos dieron el material para bucear y empezamos a caminar mar adentro hasta que la orilla parecía una línea lejana en el horizonte, si bien el agua seguía sin cubrirnos.

Los marineros tanzanos capitaneaban el barco. Disfrutamos de los arrecifes de corales en 3 lugares distintos. Este lado de la costa africana es rico en su fondo marino ofreciendo una magnífica experiencia para el amante del snorkeling.









Seguimos navegando. De repente una línea blanca y distante apareció en medio del océano. Dicha franja fue engordando poco a poco hasta que fue evidente reconocerla: era una isla. En realidad, al contratar la excursión no sabíamos nada de aquel sitio. Fue una sorpresa. El agua que rodeaba a esa diminuta isla en medio de la nada era transparente y de un pálido celeste. Ni un árbol, ni un alma. Tan sólo ese banco de arena que el océano nos había obsequiado. Se trataba de un escenario idílico, paradisíaco. Una micro isla para ti y tus amigos, con comida y buceo… por 12 dólares.



Como niños corrimos de un lado a otro, jugamos en el mar, con la arena y finalmente nos relajamos. Llegada la hora de comer, la tribulación improvisó un toldo en medio de la isla con cuatro palos. Sándwich y un refresco. No se podía pedir nada más. No suelo volver a sitios en los que ya estuve… Hay demasiado  por conocer en el mundo. Pero Pangani, Peponi (que además significa paraíso) y la Sand Island son una excepción.









Casi sin darnos cuenta la isla fue menguando. Poco a poco el océano la fue aniquilando, absorbiendo. Era hora de marcharse. La marea subía y para cuando empezamos a alejarnos al ritmo del soplo del viento, aquella inmensa masa de agua había fagocitado ese paraíso... hasta la mañana siguiente, como todos los días.



El final del día fue cubierto con un agradable paseo por la costa, por los manglares, un baño en la piscina y una incipiente insolación. Caímos rendidos y tras un festín de marisco (extremadamente barato), nos fuimos a dormir.




Queríamos asegurarnos de que podríamos coger el autobús que por allí pasaba. Que no perderíamos nuestro autocar en Tanga. La furgoneta que nos tenía que recoger pasó de largo. Empezamos a preocuparnos. Fue entonces cuando extendimos nuestro brazo y paramos a la primera camioneta que pasó. Un transportista de sacos de pescado seco aceptó a llevarnos. Durante más de una hora y sentados sobre aquellos sacos pudimos disfrutar del atestado automóvil que además compartíamos con otros viajeros. En un momento determinado nos paró la policía. Aquel tanzano uniformado se sorprendió al ver a 5 extranjeros sentados sobre la carga de la furgoneta. Podía chapurrear el inglés. Nos hizo un par de preguntas y nos deseó un buen viaje. Seguramente nos inquietamos al pensar que quizás tendríamos algún problemas, pero no sucedió nada.

Llegamos a Tanga y nos lanzamos a nuestro autobús de las 11. Por el camino y en cada estación los vendedores desesperados golpeaban las ventanas para llamar nuestra atención y así comprar fruta, galletas, zumos. Todos repetían la palabra “muzungu” que significa “blanco”. Cada viaje en autobús seguía siempre el mismo patrón. Era siempre una aventura. Por fin llegamos a Arusha, a nuestra casa, cansados después de un largo viaje, tras una corta visita al paraíso al que tanto deseo regresar.

Ya ha pasado más de un año de aquella escapada y sigo en contacto con aquellos amigos. Una trabaja para el gobierno en Singapur, otro para una compañía de comunicación en Indonesia y mi amigo chino cofundó una ONG para promocionar el Derecho Penal Internacional en China (CIICJ).


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