Dormía en una
habitación compartida con mi amigo Vijay, californiano mitad indio,
mitad filipino, en la International Student House en
Washington D.C. Cada mañana, durante aquellas dos últimas semanas
me despertaba bastante antes de que sonara el despertador y
consultaba mi correo electrónico en el móvil. Estaba a la espera de
grandes noticias hasta que por fin llegaron desde un lugar donde el
día comienza 7 horas antes que en la Costa Este.
Con los ojos
entreabiertos agarré mi teléfono que descansaba en la estantería.
La luz parpadeaba. Había recibido un e-mail... ¡Sí, sí! Era del
departamento de Recurso Humanos del Tribunal Penal Internacional para
Ruanda de Naciones Unidas (UNICTR). Me habían aceptado para realizar
una pasantía que comenzaría en enero de 2012. Pegué un salto en la
cama. Desperté a mi compañero de cuarto y le di un abrazo. Aquel
día comenzó mi viaje a África.
Kilimanjaro International Airport |
En el avión iba
pensando en los preparativos que llevaba tachando de mi lista de
quehaceres durante los últimos meses. Tanto por aprender y
descubrir. Una escala en El Cairo, otra en Nairobi y finalmente en el
Kilimanjaro. Aterricé por la mañana. El cielo despejado y el Sol de
justicia me permitieron contemplar el espectáculo que supone
sobrevolar el pico más alto de África y pisar tierra a sus pies.
En la aduana mostré mi
cartilla de vacunación de la fiebre amarilla. En el mostrador de
visados enseñé con orgullo la carta de invitación con el sello de
la ONU. Con mis maletas en las manos salí ufano del aeropuerto
donde, según me había dicho, un coche del Tribunal estaría
esperando... allí no había nadie. En cierto modo, me lo esperaba o
al menos, contaba con esa posibilidad. Durante una fiesta en
diciembre en la delegación de Cuba ante la ONU en Nueva York, había
conocido a una antigua pasante belga del Tribunal. Ella me había
informado de ciertas irregularidades logísticas tildándolas con un
“esto es África”.
No permanecí indeciso
ni un minuto. Me acerqué a los taxistas e inicié el trayecto de 45
minutos que separa al Aeropuerto Internacional del Kilimanjaro de
Arusha, mi nuevo hogar. No estaba en posición de regatear demasiado,
pues no sabía cual era el precio justo. Sé que me cobraron más de
lo debido. Pero en aquel momento estaba dispuesto a pagar el peaje de
los novatos. Algo que he podido constatar es que la semana en un
lugar nuevo es siempre el doble o triple de cara que lo que debería
ser. Aceptando la mayor, era mejor tomárselo con calma.
En mi retina queda aquel
camino de tierra antes de tomar la carretera principal. Esa tierra de
un marrón encendido y rojizo. Esa vegetación. Y sobre todo...
aquella gente. Sus sonrisas, su ropa, sus miradas. Esas primeras
palabras en suajili (o swahili), aquella música religiosa en
la radio...
El conductor me animaba
a aprender suajili. Decía que era muy fácil. Y es cierto. No es en
absoluto una legua complicada. Simplemente sigue una lógica distinta
que la nuestra basada en la creación de palabras con prefijos y
sufijos superpuestos de una manera algo más compleja que en las
lenguas latinas. Cinco sonidos vocálicos como en español. Sin
conjugación. Una escritura fonética, o como se suele decir “se
lee como se escribe”. Además es útil y bastante extendida por
todo el África Oriental. Desde su cuna en Zanzibar, bien cimentada
en Tanzania continental y hasta Kenya, el norte de Mozambique, el
este de República Democrática del Congo y el sur de Somalia.
Aprendí algo, y me desenvolvía lo suficiente para sobrevivir. Pero
el trabajo y un profesor no demasiado aplicado, me desanimaron para
tomármelo con más seriedad.
Fire Road |
Entramos en la ciudad.
Ya se divisaba algún que otro edificio de más de 5 pisos... pero
muy pocos. La mayoría, casa matas, comercios y restaurantes a pie de
calle. Volvía a sentir ese caos controlado que tanto me gusta y que
parece ser denominador común en países en vías de desarrollo.
Pasamos por delante del Tribunal, bajamos la calle hasta la rotonda
del reloj (lo que tristemente parece ser el centro de la ciudad),
todo recto hasta la fire road. Esta calle mantenía su nombre
aun flanqueando de derecha a izquierda toda una urbanización hasta
quedar interrumpida por unas vías de un tren de mercancías. Se
llamaba así por la estación de bomberos, allí localizada.
Tienda de Mr. Mbiise |
Una hilera de humildes
negocios que iban desde una peluquería hasta una tienda de
comestibles era el lugar de encuentro con Mr. Mbiise. Este caballero,
dueño de uno de los negocios y padre de familia era el encargado de
guardar una bonita casa en aquella calle: la llamada White House.
Un amigo indonesio que había conocido un año antes en Singapur y yo
habíamos informado al dueño de nuestra llegada e interés por
ocupar la casa. Por lo visto, Mbiise desconocía dichas
comunicaciones con el propietario y cedió la casa en alquiler a 5
chicas que también empezaban sus prácticas en el Tribunal. Ellas
habían llegado un día antes. Una pequeña discusión con ellas
revelaron que no merecía la pena empezar con mal pie nuestra
estancia en Arusha. Mi amigo, también recién llegado, y yo
decidimos ceder y buscar otro sitio. Al final del día ya teníamos
una lugar donde vivir. Un apartamento al final de aquella fire
road. Sus dueños, el señor y la señora Guta daban nombre al
edificio “Guta Apartments” y eran un matrimonio interreligioso.
Él musulmán; ella, católica. Guardo gran cariño y buenos
recuerdos de aquella pareja.
Nuestra casa: las dos ventanas superiores de la derecha |
Vistas de la calle de enfrente desde mi ventana |
En aquel edificio vivían otros dos pasantes: uno de Egipto y otro buen amigo de China. Una italiana y una neoyorkina ocupaban un apartamento en la segunda planta. Así los cuatro interns iniciábamos cada día nuestro camino al trabajo, desde aquella calle a los pies del monte Meru, segundo pico de Tanzania. Fue el comienzo de una experiencia de cinco meses donde conocí a gente extraordinaria, probé nuevos platos que hoy echo de menos, vi maravillosos paisajes y viví alguna que otra aventurilla que bien merecerán algún post.
Nuestra calle y el monte Meru al fondo |
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