A las 4:30 a.m. sonaba el
despertador. Nos duchamos y a las 5 estábamos dispuesto frente a la
puerta de nuestro amigo invidente. Aún no había amanecido. Puntual
también, salió de su cuarto. Parecía que no se había acostado. La
misma elegancia y sonrisa que la noche anterior. Nosotros sin embargo
aún luchábamos por quitarnos las legañas. Uno de nosotros se dejaba
agarrar del brazo. Nos íbamos turnando. Abandonamos el hostal y
comenzamos nuestro camino.
Nos iba contando que en
alguna ocasión le habían atracado y propinado alguna que otra
paliza para robarle sin importar lo vulnerable que era. Cruzamos
angostas calles con escalones y baches que el conocía y sabía
sortear valiéndose de un poco de nuestra ayuda. Al llegar a una
calle más transitada por los madrugadores, paramos en un puesto que
preparaba comida callejera. Todo frito. Nos convidó a algo y seguimos
caminando.
Llegamos a un
“rickshaw”. Se trata de un medio de transporte en el que caben 3 o
4 personas y que es remolcado por una moto. Le indicó el destino y
comenzó a regatear en inglés. En cierto punto, el conductor, de
humilde origen, se perdía con su escueto nivel del idioma y así
nuestro amigo recurrió al hindi. ¿Por qué si hablaba fluidamente la
lengua nacional de India se expresaba siempre en primera instancia en
inglés? Él nos contó que India, como país descolonizado, seguía
soportando ciertos complejos y que si hablas en inglés, aunque sólo
sea al comienzo, entablas la conversación desde una posición
superior a si lo haces en una lengua local. Esto realmente nos
sorprendió.
Si algún día vuelvo a
Benarés creo que sabría regresar a aquel lugar. Se trataba del
primero de los “Ghats”; es decir, la primera escalinata hacia el
Ganges donde se cremaban a los difuntos y las ceremonias fúnebres
tenían lugar. Bajamos hasta la orilla donde había pescadores y
marineros. Volvió a regatear el preció para cruzar el río y así
montamos en la larga barca. Nuestro capitán remaba mientras su
única tribulación, nosotros cuatro, disfrutaba de la calma y tranquilidad que se destilan de aquel sagrado río hasta llegar al
otro lado del cauce.
Benarés es una ciudad
curiosa. Famosa por su río y espiritualidad esta enteramente
construida sobre una de las orillas. La otra se muestra como
un desierto inhabitado, sin carreteras ni viviendas. Solo arena y más arena hasta que, más adentro, la vegetación comienza a tomar vida y los
arboles se levantan escondiendo un poblado aún más lejos en el interior.
De este modo, al llegar
al otro lado y despedir al barquero, retomamos nuestro camino a pie
sin darnos en principio cuenta de que estábamos sumidos en una
profunda soledad. Este sentimiento empezó a surgir tiempo después.
Tras haber caminado durante unos veinte minutos fuimos conscientes de
que avanzábamos con cada paso junto a un señor que decía ser ciego en mitad de un
desierto por el que él parecía saber desenvolverse sin problemas, sin
ningún punto de referencia más que uno de nuestros brazos y su
bastón. David tomaba fotos. En cierto momento Miguel y yo nos
miramos intuyendo algún peligro. Al fin y al cabo era natural
desconfiar en aquellas circunstancias. No dijimos nada y seguimos
caminando.
La arena fue
convirtiéndose poco a poco en hierva y entre árboles se divisaba el
proyecto del que nuestro amigo nos había hablado. Era cierto. Se
trataba de una edificio en construcción, todavía sin techar. De planta rectangular de 40
o 50 metros de largo, quizás más. La altura de los muros
desnudos y de ladrillo rondaban los 2 metros. Llamamos a la puerta y
para nuestra sorpresa fue un alemán el que abrió. Cerca de los
cuarenta años, ese hombre era profesor de primaria en Alemania y
llevaba algo más de 3 meses colaborando en la construcción,
mantenimiento y protección del edificio, corazón del proyecto de
nuestro amigo invidente.
Nos enseñaron la
parcela, había una pequeña habitación donde dormir y otra que
hacía la de trastero con un generador que proveía electricidad. No
había techo y esto ayudaba a que el suelo, en lugar de ser el pavimento
de un edificio, se convirtiera en realidad en un frondoso jardín con
hasta algunos arboles. Una alberca repleta de moho daba de
beber a las plantas también. En cierto modo era una hazaña para
alguien que no puede ver levantar todo aquello de la nada, sustentándose con los irregulares donativos de sus amigos. Sin embargo, era fácil
constatar que arquitectónica y funcionalmente carecía de sentido.
Se seguía alimentando y cuidando a una vegetación que lo único que
hacía era dificultar la construcción de un edificio. Aún así, permanecimos callados e hicimos los que nos pidió para colaborar con
su obra. De tal modo, limpiamos la alberca y regamos algunas plantas.
Mi paciencia empezó a
desvanecerse al ver a mis amigos comprometidos con un proyecto que
por lo menos, en aquel momento, no llevaba a ninguna parte. Más aún
teniendo en mente que nuestro tren partía en cuestión de horas.
Los tres tuvimos una conversación sobre qué hacer y decidimos
hablar con nuestro nuevo amigo e intentar convencerle de la necesidad
de reconducir su proyecto. También charlamos con el alemán que
parecía descubrir la luz al escucharnos decir que lo que hacía no
tenía ni pies ni cabeza. Les hablamos de ayudarles a distancia; tal vez creando una página web o recaudando fondos. Aquellos dos se
mostraron profundamente agradecidos. Nos convidaron a almorzar. El
caballero invidente nos obsequió con dos regalos: un collar y una
pequeña figura de un elefante para cada uno.
Nos despedimos del
alemán y los mismos que habíamos llegado hasta allí horas antes
volvíamos a la civilización juntos. Lógicamente en la orilla no
había ningún bote. Por eso empezamos a gritar y dar palmas para
llamar la atención de aquéllos al otro lado del río. Finalmente, se percataron y
vinieron a buscarnos. El Sol era implacable. En nuestro trayecto, otros barcos pesqueros faenaban con redes. Alcanzamos la orilla. Otro
rickshaw nos transportó al hostal donde, tras recoger nuestro equipaje, nos despedimos de aquel señor que tanto nos marcó a Miguel, a David
y a mí. Llegamos a tiempo a la estación para iniciar una nueva
aventura.
David intentó contactar
con él meses después para ayudarle como le habíamos ofrecido. Nunca
contestó. Nunca más supimos de aquel extraño señor. Muchas veces
pienso en volver a ese lugar y descubrir qué pasó con aquel proyecto. En
numerosas ocasiones recuerdo a aquel amable y elegante amigo ciego
que conocimos en la ciudad sagrada de Benarés.
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