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jueves, 14 de marzo de 2013

Nuestro Amigo el Ciego - Parte II

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          A las 4:30 a.m. sonaba el despertador. Nos duchamos y a las 5 estábamos dispuesto frente a la puerta de nuestro amigo invidente. Aún no había amanecido. Puntual también, salió de su cuarto. Parecía que no se había acostado. La misma elegancia y sonrisa que la noche anterior. Nosotros sin embargo aún luchábamos por quitarnos las legañas. Uno de nosotros se dejaba agarrar del brazo. Nos íbamos turnando. Abandonamos el hostal y comenzamos nuestro camino.

Nos iba contando que en alguna ocasión le habían atracado y propinado alguna que otra paliza para robarle sin importar lo vulnerable que era. Cruzamos angostas calles con escalones y baches que el conocía y sabía sortear valiéndose de un poco de nuestra ayuda. Al llegar a una calle más transitada por los madrugadores, paramos en un puesto que preparaba comida callejera. Todo frito. Nos convidó a algo y seguimos caminando.
Llegamos a un “rickshaw”. Se trata de un medio de transporte en el que caben 3 o 4 personas y que es remolcado por una moto. Le indicó el destino y comenzó a regatear en inglés. En cierto punto, el conductor, de humilde origen, se perdía con su escueto nivel del idioma y así nuestro amigo recurrió al hindi. ¿Por qué si hablaba fluidamente la lengua nacional de India se expresaba siempre en primera instancia en inglés? Él nos contó que India, como país descolonizado, seguía soportando ciertos complejos y que si hablas en inglés, aunque sólo sea al comienzo, entablas la conversación desde una posición superior a si lo haces en una lengua local. Esto realmente nos sorprendió.

Si algún día vuelvo a Benarés creo que sabría regresar a aquel lugar. Se trataba del primero de los “Ghats”; es decir, la primera escalinata hacia el Ganges donde se cremaban a los difuntos y las ceremonias fúnebres tenían lugar. Bajamos hasta la orilla donde había pescadores y marineros. Volvió a regatear el preció para cruzar el río y así montamos en la larga barca. Nuestro capitán remaba mientras su única tribulación, nosotros cuatro, disfrutaba de la calma y  tranquilidad que se destilan de aquel sagrado río hasta llegar al otro lado del cauce.

Benarés es una ciudad curiosa. Famosa por su río y espiritualidad esta enteramente construida sobre una de las orillas. La otra se muestra como un desierto inhabitado, sin carreteras ni viviendas. Solo arena y más arena hasta que, más adentro, la vegetación comienza a tomar vida y los arboles se levantan escondiendo un poblado aún más lejos en el interior.

De este modo, al llegar al otro lado y despedir al barquero, retomamos nuestro camino a pie sin darnos en principio cuenta de que estábamos sumidos en una profunda soledad. Este sentimiento empezó a surgir tiempo después. Tras haber caminado durante unos veinte minutos fuimos conscientes de que avanzábamos con cada paso junto a un señor que decía ser ciego en mitad de un desierto por el que él parecía saber desenvolverse sin problemas, sin ningún punto de referencia más que uno de nuestros brazos y su bastón. David tomaba fotos. En cierto momento Miguel y yo nos miramos intuyendo algún peligro. Al fin y al cabo era natural desconfiar en aquellas circunstancias. No dijimos nada y seguimos caminando.
La arena fue convirtiéndose poco a poco en hierva y entre árboles se divisaba el proyecto del que nuestro amigo nos había hablado. Era cierto. Se trataba de una edificio en construcción, todavía sin techar. De planta rectangular de 40 o 50 metros de largo, quizás más. La altura de los muros desnudos y de ladrillo rondaban los 2 metros. Llamamos a la puerta y para nuestra sorpresa fue un alemán el que abrió. Cerca de los cuarenta años, ese hombre era profesor de primaria en Alemania y llevaba algo más de 3 meses colaborando en la construcción, mantenimiento y protección del edificio, corazón del proyecto de nuestro amigo invidente.

Nos enseñaron la parcela, había una pequeña habitación donde dormir y otra que hacía la de trastero con un generador que proveía electricidad. No había techo y esto ayudaba a que el suelo, en lugar de ser el pavimento de un edificio, se convirtiera en realidad en un frondoso jardín con hasta algunos arboles. Una alberca repleta de moho daba de beber a las plantas también. En cierto modo era una hazaña para alguien que no puede ver levantar todo aquello de la nada, sustentándose con los irregulares donativos de sus amigos. Sin embargo, era fácil constatar que arquitectónica y funcionalmente carecía de sentido. Se seguía alimentando y cuidando a una vegetación que lo único que hacía era dificultar la construcción de un edificio. Aún así, permanecimos callados e hicimos los que nos pidió para colaborar con su obra. De tal modo, limpiamos la alberca y regamos algunas plantas.

Mi paciencia empezó a desvanecerse al ver a mis amigos comprometidos con un proyecto que por lo menos, en aquel momento, no llevaba a ninguna parte. Más aún teniendo en mente que nuestro tren partía en cuestión de horas. Los tres tuvimos una conversación sobre qué hacer y decidimos hablar con nuestro nuevo amigo e intentar convencerle de la necesidad de reconducir su proyecto. También charlamos con el alemán que parecía descubrir la luz al escucharnos decir que lo que hacía no tenía ni pies ni cabeza. Les hablamos de ayudarles a distancia; tal vez creando una página web o recaudando fondos. Aquellos dos se mostraron profundamente agradecidos. Nos convidaron a almorzar. El caballero invidente nos obsequió con dos regalos: un collar y una pequeña figura de un elefante para cada uno.

Nos despedimos del alemán y los mismos que habíamos llegado hasta allí horas antes volvíamos a la civilización juntos. Lógicamente en la orilla no había ningún bote. Por eso empezamos a gritar y dar palmas para llamar la atención de aquéllos al otro lado del río. Finalmente, se percataron y vinieron a buscarnos. El Sol era implacable. En nuestro trayecto, otros barcos pesqueros faenaban con redes. Alcanzamos la orilla. Otro rickshaw nos transportó al hostal donde, tras recoger nuestro equipaje, nos despedimos de aquel señor que tanto nos marcó a Miguel, a David y a mí. Llegamos a tiempo a la estación para iniciar una nueva aventura.

David intentó contactar con él meses después para ayudarle como le habíamos ofrecido. Nunca contestó. Nunca más supimos de aquel extraño señor. Muchas veces pienso en volver a ese lugar y descubrir qué pasó con aquel proyecto. En numerosas ocasiones recuerdo a aquel amable y elegante amigo ciego que conocimos en la ciudad sagrada de Benarés.

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