Suele
decirse que hay dos tipos de personas: los de playa y los de montaña. Si hay
que elegir una, yo me quedo con el mar y si toca que ser aún más concreto, con
las costas tanzanas. Durante mi estancia en Arusha, al norte de Tanzania, hice
una excursión a Pangani con 4 amigos: una estadounidense, un indonesio, una
singapurense y un chino. Teníamos preparado un safari. Por fin visitaríamos el
Serengueti y el Ngoro-Ngoro; pero el viaje se truncó. Habíamos regateado tanto
que al organizador ya no le salían las cuentas y la noche anterior nos dejó
colgados. Nos despertamos sin saber qué hacer, cómo aprovechar el puente que
nos eximía de trabajar en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda. Le dimos
varias vueltas hasta que en el monitor de nuestro ordenador seleccionamos el
mapa del país… Había una ciudad en la costa; su nombre, Pangani. No lo sabía en
aquel momento, pero aquel pueblo acogía uno de los escenarios más bonitos que
jamás he visto y al que deseo volver pronto.
Improvisamos
una mochila: fuera el camping de
safari y dentro la toalla y el bañador. Llamamos a un taxi y nos plantamos en
la estación de autobuses. Como en todos los intercambiadores de África, el caos
es protagonista. Eran las 11 de la mañana. El autobús estaba a punto de salir.
No sabíamos cuánto duraría el trayecto ni cuanto costaba el billete. Nos
metimos en el autocar en dirección a Tanga desde donde continuaríamos en taxi
hasta Pangani. Pagamos lo que nos pidieron y empezamos un viaje de algo más de
6 horas… El paisaje que se contemplaba desde la ventana no dejaba dormir a
nadie: estepas y explanadas, más tarde desierto para después empezar a brotar
la vegetación las palmeras y finalmente el olor del Océano Índico.
Al
llegar a Tanga cogimos uno de los numerosos taxis que allí esperaban a los
recién llegados visitantes. Regateamos como de costumbre e iniciamos el último
tramo de nuestro viaje: hacia Pangani, al hotel PEPONI. Ya había caído la noche
y por esa precaria carretera caminaban y montaban en bici los locales… en la
completa oscuridad. Al pasar el coche por su lado, nuestros faroles daban un
respiro a aquellos ciclistas; no obstante, al alejarse nuevamente volvían a
quedar envueltos en la sombra.
Habíamos
llegado. Un restaurante, un grupo de amigos franceses de avanzada edad y nosotros.
Estaba regentado por un tanzano inglés (hijo de antiguos colonos) y su hija. El
señor nos dio la bienvenida, nos ofreció algo de cenar y nos indicó, para
nuestro agrado, que el mar estaba justo ahí.
Tres
de mis amigos tomaron una habitación. Otro y yo preferimos la opción más
económica e instalar nuestra tienda de campaña en la zona que el complejo
habilitaba para ello, al lado de la playa, con cubierta y tomas de electricidad
en varios postes por allá repartidos. Tras cenar, cogimos la toallas, un
candil, una botella de ginebra y nos sentamos en aquella oscura playa. No fue
hasta el amanecer que nos percatamos de la belleza de aquel océano.
Nos
despertamos temprano. Queríamos ver salir el Sol. Poco a poco el negro del
noche se iba transformando en un místico celeste. En la costa continental
tanzana la marea se retira cientos y cientos de metros de la orilla dejando una
infinita lámina de agua casi encharcada que no cubre por encima de los
tobillos. A lo lejos se divisaban pequeñas barcas pesqueras. Me eché a caminar
hasta ellos sin que el agua me cubriera. Al alcanzar al pescador que achicaba
agua de la embarcación con un bidón por la mitad cortado, decidí estrenar mi
recién aprendido y aún muy pobre suajili: “ninapanda”
“¿Subo?”. Aquel señor sonrió y me invitó a su barco. Comencé a ayudarle a
achicar agua y después de un tiempo le dejé continuar con su trabajo.
Desayunamos
y nos preparamos para nuestra excursión. Un barquito velero nos llevaría a
hacer snorkeling para terminar
visitando una isla, “Sand Island”,
donde almorzaríamos… Todo aquello por 12 dólares. Nos dieron el material para
bucear y empezamos a caminar mar adentro hasta que la orilla parecía una línea
lejana en el horizonte, si bien el agua seguía sin cubrirnos.
Los
marineros tanzanos capitaneaban el barco. Disfrutamos de los arrecifes de
corales en 3 lugares distintos. Este lado de la costa africana es rico en su
fondo marino ofreciendo una magnífica experiencia para el amante del snorkeling.
Seguimos
navegando. De repente una línea blanca y distante apareció en medio del océano.
Dicha franja fue engordando poco a poco hasta que fue evidente reconocerla: era
una isla. En realidad, al contratar la excursión no sabíamos nada de aquel
sitio. Fue una sorpresa. El agua que rodeaba a esa diminuta isla en medio de la
nada era transparente y de un pálido celeste. Ni un árbol, ni un alma. Tan sólo
ese banco de arena que el océano nos había obsequiado. Se trataba de un
escenario idílico, paradisíaco. Una micro isla para ti y tus amigos, con comida
y buceo… por 12 dólares.
Como
niños corrimos de un lado a otro, jugamos en el mar, con la arena y finalmente
nos relajamos. Llegada la hora de comer, la tribulación improvisó un toldo en
medio de la isla con cuatro palos. Sándwich y un refresco. No se podía pedir nada
más. No suelo volver a sitios en los que ya estuve… Hay demasiado por conocer en el mundo. Pero Pangani, Peponi
(que además significa paraíso) y la Sand
Island son una excepción.
Casi
sin darnos cuenta la isla fue menguando. Poco a poco el océano la fue
aniquilando, absorbiendo. Era hora de marcharse. La marea subía y para cuando
empezamos a alejarnos al ritmo del soplo del viento, aquella inmensa masa de
agua había fagocitado ese paraíso... hasta la mañana siguiente, como todos los
días.
El
final del día fue cubierto con un agradable paseo por la costa, por los
manglares, un baño en la piscina y una incipiente insolación. Caímos rendidos y
tras un festín de marisco (extremadamente barato), nos fuimos a dormir.
Queríamos
asegurarnos de que podríamos coger el autobús que por allí pasaba. Que no
perderíamos nuestro autocar en Tanga. La furgoneta que nos tenía que recoger
pasó de largo. Empezamos a preocuparnos. Fue entonces cuando extendimos nuestro
brazo y paramos a la primera camioneta que pasó. Un transportista de sacos de
pescado seco aceptó a llevarnos. Durante más de una hora y sentados sobre
aquellos sacos pudimos disfrutar del atestado automóvil que además compartíamos
con otros viajeros. En un momento determinado nos paró la policía. Aquel
tanzano uniformado se sorprendió al ver a 5 extranjeros sentados sobre la carga
de la furgoneta. Podía chapurrear el inglés. Nos hizo un par de preguntas y nos
deseó un buen viaje. Seguramente nos inquietamos al pensar que quizás
tendríamos algún problemas, pero no sucedió nada.
Llegamos
a Tanga y nos lanzamos a nuestro autobús de las 11. Por el camino y en cada
estación los vendedores desesperados golpeaban las ventanas para llamar nuestra
atención y así comprar fruta, galletas, zumos. Todos repetían la palabra “muzungu” que significa “blanco”. Cada
viaje en autobús seguía siempre el mismo patrón. Era siempre una aventura. Por
fin llegamos a Arusha, a nuestra casa, cansados después de un largo viaje, tras
una corta visita al paraíso al que tanto deseo regresar.
Ya ha pasado más de un año de aquella escapada y sigo en contacto con aquellos amigos. Una trabaja para el gobierno en Singapur, otro para una compañía de comunicación en Indonesia y mi amigo chino cofundó una ONG para promocionar el Derecho Penal Internacional en China (CIICJ).
No dejéis de visitar otras entradas como:
Ya ha pasado más de un año de aquella escapada y sigo en contacto con aquellos amigos. Una trabaja para el gobierno en Singapur, otro para una compañía de comunicación en Indonesia y mi amigo chino cofundó una ONG para promocionar el Derecho Penal Internacional en China (CIICJ).
No dejéis de visitar otras entradas como:
No hay comentarios:
Publicar un comentario