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miércoles, 18 de diciembre de 2013

Una Reflexión sobre las Religiones del Mundo

3 comentarios:
 
      Al viajar no sólo aprendemos historia, geografía y arte, no solamente nos topamos con distintas culturas… también nos hallamos rodeados de una manera de vivir la religión, de dar respuestas a las grandes preguntas de la vida y del universo, de percibir aquello transcendental a lo que mucho llaman Dios.

A lo largo de la historia, toda comunidad ha desarrollado su propia comunicación con Dios. Unos profetas o individuos especialmente espirituales traducían ese dialogo a la comunidad y los sucesivos creyentes la heredaban. El mundo es rico en diversidad y no es extraño pensar que cada sociedad haya interpretado o comprendido de manera diferente a  Dios. La palabra “amor” se expresa con vocablos distintos en cada idioma, pero todos se refieren a la misma realidad.



La sociedad actual podría ser dividida en dos grandes grupos de personas: el hombre ateo, por un lado, y el creyente y agnóstico, por otro. La lectura de la historia tiene así dos perspectivas.

El ateo ha sido capaz de encontrar en la psicología y en la mente humana los mecanismos más insólitos capaces de hasta “crear” a un dios. Está convencido de que dichos engranajes se pusieron a rodar por la mera necesidad del hombre de no sentirse solo buscando así un consuelo y un sentido a la vida misma. No obstante, el hombre, con esos mismos mecanismos no ha conseguido encontrar otros parches para solventar el resto de desdichas que la propia vida conlleva de manera natural.

El creyente, por otro lado, que tiene fe y que siente a Dios, reconoce en el resto de la humanidad a lo largo de la historia, no un mecanismo artificial para ser feliz, sino la constatación real de algo que se percibe, algo real, algo razonable. Un huérfano puede desear tener un padre pero su imaginación no le permitirá crearlo. De modo contrario, el hijo reconoce a sus progenitores por su presencia y su relación con ellos. Aquéllos que estén dispuestos y consigan comunicarse con Dios opinan que su relación con Él es innegable, es obvia, es la constatación de un hecho.

La siguiente cuestión es cuál es la religión verdadera. Es la gran pregunta. Muchos aceptan sin dudar la existencia de Dios, pero las religiones que hablan de Él o de Ellos parecen contradecirse. Entonces, ¿cuál es la verdadera? Esta pregunta, se podrá responder de tres maneras:

Una en cierto modo intransigente: sólo hay una; la mía.

La segunda formulación tendría que partir en su inicio desde el relativismo absoluto para ir encerrándose sobre sí misma hasta llegar a la conclusión de que la suya es acertada.

Finalmente, aquél que no sea capaz de reconocer la suya como acertada será en realidad agnóstico; es decir, reconoce o no niega el hecho religioso, pero no ha formalizado firmemente su relación y la del mundo con Dios ya que sus dudas son tan grandes como sus certezas.

Ya que la primera y tercera formulación no dan pie a un ulterior análisis (sino que concluyen con la simple respuesta “la mía” o “lo ignoro”), podemos seguir adelante desde la segunda postura relativista. Esta postura pretende conciliar la posibilidad de que todas las religiones establecen una legítima (y hasta cierto punto acertada) conexión con la deidad. En la actualidad parece ser una postura respetuosa, políticamente correcta y que permite el diálogo interreligioso sin que por ello se niegue la religión propia como adecuada. Así diríamos que reconocemos la existencia de lo transcendental, algo metafísico que va más allá de lo puramente material y que por tanto no se rige forzosamente por las mismas reglas del mundo físico. Dios existe y todas las comunidades en cada momento de la historia han entrado en contacto con él. La percepción es singular para cada caso. Este postulado se sustenta por el propio origen del mundo, la fe y la posibilidad de sentir la presencia divina a través de la oración.

En mis viajes por países musulmanes, judíos, cristianos, budistas o hindúes he podido ver a los adeptos de cada religión rezar a su dios o dioses. La sensación de que aquéllos en sus templos parecían percibir algo parecido a lo que un cristiano siente al rezar en una iglesia resultaba, a primera vista, evidente. Es la atmósfera especial que se respira en una iglesia, mezquita, sinagoga o pagoda que no se encuentra en una librería, un cine o un restaurante. Es la sensación de que la solemnidad de esos lugares acogen al hecho religioso.



Las religiones son entonces la construcción de ese diálogo entre una sociedad concreta revestida de una cultura e idiosincrasia propias con Dios. Así, desde el punto más relativista de esta formulación podríamos concluir que todas las religiones son medios de comunicación que conectan al individuo con lo trascendental. Si el fin de la comunicación es establecer este contacto, podríamos decir que siempre y cuando alguien sea capaz de acercarse a lo Trascendental a través de una u otra religión, esa religión será válida ya que ha alcanzado su fin.

Por tanto, toda religión que despierte el lado espiritual capaz de iniciar un diálogo entre el hombre y el ser superior es válido. Pero ¿es buena o verdadera? ¿es la que realmente define a Dios y se acerca a la verdad tal y cómo es? ¿Expone y describe el tipo de vida que Dios espera de nosotros? Poco a poco, iremos desprendiéndonos de ese relativismo inicial.

Para hacer frente a esta cuestión hemos de ir considerando ciertos puntos:

Los principios de la mayoría de religiones son bastante parecidos; dentro de cada religión hay pilares doctrinales básicos rodeados de elementos secundarios cuyo desvanecimiento no siempre afectan al corazón de la religión o de la fe, y finalmente, el aporte cultural de la religión define a la sociedad hasta el punto que la sociedad, por su propia cultura y a priori, sólo se podrá comunicar con Dios a través de esa religión y no otra.

Los principios básicos de casi todas las religiones establecen unos ejes que proclaman la paz social, la bondad por encima del mal y el amor a Dios a través de la oración, el buen comportamiento y el trato con aquéllos que nos rodean.

Entre el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam, los puntos comunes son mayoritarios y obvios al proceder todos de un tronco común del que se han ido derivando elementos distintivos hasta el punto de convertirlas en religiones independientes.

La Santísima Trinidad católica puede hallar paralelismos con la Trimurti hinduista. El hinduismo es una de las religiones vivas más antiguas del mundo. Se basa en un politeísmo nutrido de una multitud de deidades que en un momento u otro de la historia han entrado en contacto con el hombre. Los tres más importante son Brahma, Visnú y Shiva (conformando la ya mencionada Trimurti). Según sus adeptos, Brahma creó el mundo y todo lo que en él hay. Su paralelismo cristiano podría ser Dios Padre y Creador. Visnú, por otro lado, ha bajado a la Tierra en forma humana y de otras criaturas en multitud de ocasiones para salvar a la humanidad de su propio destino. Cada encarnación se denomina avatar y ve su reflejo en la propia encarnación de Jesucristo, que se hizo hombre para salvarnos. Para acabar, difícilmente encontraremos una relación clara entre Shiva y el Espíritu Santo. Mientras el Espíritu Santo es el propio aliento de Dios, señor dador de vida, expresión de amor entre el Padre, el Hijo y la humanidad, Shiva es la deidad destructora que da equilibrio a la actividad creadora de Brahma y protectora de Visnú.

 


Sin embargo, el hinduismo se va trasladando hacia un monismo teológico, es decir, la creencia en una sustancia divina que todo lo baña, Dios, y que se nos revela a través de los diversos dioses.

Quien viaje a Borobudur (en Indonesia), verá en uno de los templos budistas más colosales la representación del nacimiento y vida de Siddhartha Guatama, fundador del budismo. En esta antigua religión cuyo origen data del siglo V a. C. relata como la reina Maya tuvo un sueño con un elefante blanco al que la tradición llama “Animal Santo” (parecido a Espíritu Santo) que se encarnó en ella concibiendo así al joven Siddhartha, el futuro Buda, “el Iluminado”.



En el Corán, el nombre de Jesús aparece repetido más veces que el propio nombre de Mahoma. Se le reconoce como el penúltimo gran profeta, libre de pecado y nacido de una virgen, María. La única mujer con el honor de poner título a una sura coránica (capítulo en el Corán) es el de María, la Virgen según los cristianos. Aquel que crea en Alá habrá de creer y respetar a Jesús y sus enseñanzas, si bien no lo considerará Hijo de Dios o Dios en sí mismo. Consideran que la Trinidad cristiana es una confusión teológica entre 3 personas distintas: Dios, Jesús como profeta (no como dios) y el Arcángel Gabriel (y no como Espíritu Santo).

Representación coránica persa de Jesús y la Virgen María


Un misionero católico me explicaba las dificultades que habían tenido para evangelizar a muchas tribus Masai del norte de Tanzania y sur de Kenia, ya que la creencia autóctona de algunas de estas comunidades cristianas reconoce a un solo Dios que se hizo hombre y vino al mundo para nuestra salvación. Por qué cambiar una religión ancestral por otra extranjera cuando proclaman algo tan parecido, respondía ellos a los misioneros.



La palabra Alá, como Yaveh, no son nombres distintos para Dios, sino que es la traducción al árabe o al hebreo de una realidad atemporal y universal, “Dios”. De este modo los cristianos arabo parlantes del Líbano llaman al Dios cristiano “Alá”, lo mismo hacen los cristianos de Indonesia y Malasia. Alá no es el nombre de Dios, es el vocablo que designa a Dios.






En el Sintoísmo japonés, sus seguidores han percibido la presencia divina en la naturaleza y en el respeto y devoción a sus antepasados. ¿Cuántos en Occidente se han acercado a Dios a través de los que han perdido, de sus difuntos? Por medio de la profunda convicción de que esos que ya no viven no han dejado de existir, siguen ahí.

Las reflexiones y comparaciones pueden prolongarse hasta hacernos caer en la cuenta de que son muchos los vínculos y puntos en común entre las creencias que comunidades separadas entre sí por kilómetros y siglos han establecido o percibido.

Ha estos pilares se les añaden dogmas más o menos importantes. En ocasiones parecen mitológicos, superfluos, que aportan poco a la esencia de la fe. En otras ocasiones son verdades incuestionadas en el pasado que con el tiempo se han visto matizadas o corregidas. Esta misma corrección pone de relieve su posición secundaria, ayudándonos a vislumbrar la pureza de la religión… esa misma pureza que se asemeja, nuevamente, a la esencia de otras religiones.

Querríamos, sin ninguna legitimidad, decir que no puede existir una religión buena, correcta o válida que no busque la paz social y el bien por encima del mal. Sería difícil admitir como religión legítima para comunicarse con Dios alguna de carácter pseudo-satánica, por ejemplo. Y es que el creyente de las grandes religiones suele encontrar en el Ser Trascendental una fuente de felicidad y de paz que llena su espíritu y cuya manifestación mundana más parecida se encuentra en el amor entre familiares, parejas y amigos, que en tanto que amor, es fuente de bondad, fuente del bien. El relativismo inicial empezaría a quedar acotado entonces por el fin social y bondadoso que toda gran religión proclama.



Por último, hay que aclarar la interrelación entre la cultura y la religión para entender por qué alguien reconocerá una religión cómo validad para sí y no otra. Una comunidad cristiana se sentirá cómoda con el cristianismo para acercarse a Dios en tanto y cuando su cultura encaja bien con el cristianismo. Pero no es menos cierto que su cultura encaja con el cristianismo precisamente porque el cristianismo ha perfilado a esa misma cultura con sus elementos básicos. Así, el creyente en Cristo admitirá que la iglesia cristiana le permite conectar con Dios en tanto y cuando sus principios, su lenguaje y mentalidad; es decir, su cultura, se acomoda y adecúa bien al cristianismo, sin quizás darse cuenta de que en parte, su cultura es la que es gracias al cristianismo. Esto se podría recrear nuevamente con el resto de religiones.

No obstante, en algunos casos, personas pertenecientes a una comunidad con un credo mayoritario reconocen por una u otra razón que la religión con la que nacieron y se criaron no establece los vínculos adecuados para conectar con Dios y así, después de una búsqueda espiritual, encuentran otra que les permite iniciar el anhelado diálogo con lo divino.

Llegado a este punto concluimos que desde el punto de vista de un creyente, Dios existe, que todas las culturas lo han percibido de una manera u otra estableciendo un compendio de principios y ritos litúrgicos que ayudan al individuo a conectarse con Él, que estas religiones nacen en un contexto cultural que puede determinar sus propias características y que a la vez pueden determinar las características de otras culturas (nuevas, derivadas o a las que la religión de un lugar original se extiende). La conclusión del creyente termina estableciendo que cree en Dios, que lo percibe y siente, que su religión le sirve para contactarle, que los dogmas y mandamientos son propios de su cultura y que con ellos se puede alcanzar la felicidad y la paz social. La fe, añadida a todo esto, termina reforzando la idea de que es su religión y no las otras, la verdadera, si bien puede respetar al resto aunque los considere equivocados en mayor o menor medida.


Seguid leyendo:


La Vida en un Monasterio Budista



3 comentarios:

  1. me encanta ... gran forma de hacer una reflexion bueno por que tiene una reestructuracion del tema muy eficaz a la hora de comprender ,tiene mucho de q hablar y referirse a los distintos tipos de personas como las ateas y las creyentes . no hay mejor manera de referirse

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